Soy revisionista. Me adscribo
sin miedos a un término tan desprestigiado durante el proceso de la Revolución
rusa. Y me asumo en este siglo como tal porque la trayectoria del XX demostró a
mis ojos que aquel que no revisa, olvida.
Revisar para mí es estudiar la
historia pasada, examinar las doctrinas y observar los resultados de su aplicación
en la sociedad presente, con el interés de encontrar zonas que aún puedan ser abolidas
o reparadas. Eso me haría también una reformista, aunque pienso que revisar no
es siempre proponer. Revisar es retomar para alertar, conseguir aislar los
elementos que, en su cualidad de conquistas sociales, deberían tener
continuidad en el mundo actual; pero sobre todo, es identificar los desatinos,
los errores, las ausencias, para
condenarlos, enmendarlos, suprimirlos. Sustituirlos por mejores opciones, que
puedan sumarse al completamiento de un proyecto de nación participativo y
eficiente; inclusivo, respetuoso, abarcador, fraterno, finalmente humano.
Sin revisar, eso es
imposible. Pues lo contrario es dar el manotazo supresor de todo lo anterior,
lo que a menudo conduce sólo a la adscripción de otra doctrina única, portadora
de cortapisas y límites semejantes. Y diría un columnista del patio: Ya estamos
hartos de lo mismo.
Para asumir ese proyecto es
necesario que se imponga la creatividad por encima de los ánimos exasperados,
en un momento en que éstos podrían conducir a enemistades que sólo dañarían al
necesario proyecto reivindicativo de derechos y libertades expresivas. Un alto
en el camino de las enemistades, al menos eso, significaría dar mayor espacio a
la reflexión y daría balance a esa guerra sin fin iniciada hace 55 años. Si
algo hace falta es la cabeza fría, para que no se malogre el momento acrisolado
en Panamá, único en cinco décadas. Y hace falta la inteligencia de todos para
defender los proyectos con firmeza, pero con sentido de la oportunidad, a
partir de estrategias no de gritos insultantes, descalificadores.
Porque aquellos que gritan,
ofenden y descalifican debieran saber que estas expresiones ocultan el miedo,
como una suerte de barrera auditiva para que no se les note. Y, por desgracia, a
menudo ese pánico, no está vinculado a la sospecha de que estarían en riesgo beneficios
colectivos o conquistas sociales. Lo más frecuente es que responda a la certeza de que sus portadores podrían perder
posiciones de poder, prebendas, estilos de vida.
Así se han comportado
siempre los sectores dominantes, los poderosos de cualquier signo, aquellos que
desde los siglos pasados hemos conocido como burgueses y poco se distinguen
unos de otros.
Lo que se necesita, en un momento como éste, es construir
argumentos sin consignas, sin adjetivos, capaces de convencer sin agredir.
Porque las consignas y los adjetivos son parte de los más negativos resultados
que se exhiben hoy. Y hay que remontarlos.
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