Es posible que el lector menos
enterado perciba este libro como una denuncia, sin más. Aunque lo deseable
sería que lo tomara como una contribución a la necesaria recuperación de la
memoria integral de la Revolución cubana, en la que están enfrascados algunos
miembros de la generación que se hizo adulta a partir de 1959.
Porque la memoria homofóbica de la Revolución cubana forma parte, como es
sabido, de la historia de la gestación del proceso revolucionario, antes y
después de 1959, de su ideología y del pensamiento de su líder. Una memoria amarga en varios sentidos.
Una amargura que incluye la decepción, con todas sus implicaciones humanas. Una
implicación que no es más que el testimonio de quienes cumplían alrededor de 15
años en esa fecha y se entregaron a los designios del liderazgo revolucionario
con la credulidad con que se someten los fieles a ciegas: justificando errores,
explicándolos y ocultándolos, hasta que la evidencia del deterioro de aquel
credo se hizo inexcusable. Sólo los miembros de esas generaciones, hoy mayores,
conocen el proceso doloroso que significó ver como aquel proyecto de justicia
social se convertía en una tiranía, una dictadura más entre las que pueblan
este mundo, con semejante cuota de intolerancia y supresión de libertades.
Lo que Anna Veltfort cuenta
aquí es un tormentoso pasaje autobiográfico, en el cual los protagonistas más
nefastos exhiben una villanía absurda en un sistema que proclamaba el humanismo
por encima de cualquier diferencia. Desde entonces comenzó a saberse que las
filas de los admitidos por la doctrina oficial se hacían cada vez más estrechas
y de ellas eran expulsados muchos de los que la apoyaron con convicción. El
afán de pureza que caracteriza a los regímenes totalitarios más representativos
permeó el discurso instituido y las acciones subsiguientes. Para ser
revolucionario había que ser puro, lo cual abarcaba desde el vestuario indicado
–no melenas, no “extravagancia”-- hasta la preferencia sexual, pasando por el
gusto hacia una música “pulcra” y unas lecturas despojadas de la contaminación
que prodigaban los escritores capitalistas. Así las cosas, se desató la
persecución en las calles, en las escuelas y dentro de las casas, donde los
criterios diferentes podían dividir a las familias.
Anna Veltfort vivió esta
atmosfera en La Habana cuando su padrastro, comunista norteamericano, llevó a
la familia a vivir a Cuba. Cursó el bachillerato en el preuniversitario del
barrio de El Vedado y más tarde ingresó a la Facultad de Letras y Artes de la Universidad
de La Habana, con sede en el emblemático edificio de Zapata y G, donde también
estudiaban los alumnos de la entonces incipiente carrera de Periodismo. Ahí nos
conocimos. Ahí trascendió Connie, el sobrenombre que la identifica hasta hoy.
La historia posterior habrá
que leerla en Adiós mi Habana, publicada
en Madrid, por la editorial Verbum y posible de adquirir en versión digital a
través de Ebook y Amazon. Tras terminar sus estudios Connie se hizo dibujante y
años después, ya en New York, ha sido capaz de ilustrar esa experiencia para
ofrecerla en el formato de historieta, como una narración novelada que enaltece
al género y añade a la trayectoria del relato las imágenes de los personajes,
bajo el dictado de la memoria real y la fina plumilla de su arte. Para que no
se olvide.
El trayecto de procesamiento y
rescate no fue nada fácil, como suele ocurrir con los trozos más trascendentes
de la existencia. La autora se entrenó por años con su blog El archivo de Connie, que hoy es fuente
esencial de consulta para todo aquel interesado en las décadas iniciales de la
Revolución cubana. La labor de depositar en ese sitio documentos, testimonios,
literatura, obra plástica, fotografía y música de esa época, procedente de sus
propios archivos y los de sus colaboradores, ha producido un acervo que atrae
la atención de investigadores y lectores.
Tras el recorrido por este
libro, diseñado con gusto y eficacia, queda claro que el vituperio y la
humillación, no pudieron con el amor por Cuba, por La Habana, el país que hasta
hoy sigue latiendo en ella. Y hay que reconocer la madurez de Connie para
separar ese vínculo íntimo con la isla, de las nefastas acciones que padeció,
cuando otros más adultos no lo lograron. El título de esta obra se explica por
sí solo: Connie fue arrancada del país que amaba como suyo y aun así supo
conservarlo intocado dentro de sí, cultivarlo a través de los afectos que allí
dejó, preservar los momentos más felices que vivió en la isla, resguardar el
amor condenado para poder seguir amando.
Porque la proeza de la Revolución
convivió con las propuestas de la censura, las prohibiciones, la condena. La
primera transcurría en las calles, a la luz del sol, en la voz colectiva de las
consignas, la música de las congas que ponía ritmo al tumulto de la protesta
contra la agresión externa y el discurso ardoroso del jefe. La segunda, se padecía
en las noches, oculta en las casas, bajo la protección de los amigos. Esa
también fue una hazaña, acogida por la música ajena, clandestina, que traía los
ritmos de moda en lengua inglesa. Era una gesta que se defendió con el mismo
tesón con que se respaldaba aquel proyecto de justicia social, considerado
entonces el más importante del siglo XX latinoamericano. Hoy lo sabemos, fue la
valentía de luchar contra viento y marea por el derecho a la vida personal, que
aquel propósito reivindicador de las masas se esforzó por suprimir.
La Revolución cubana nos puso
en una disyuntiva que muchos no pudieron superar, quebrantados por las
presiones para elegir. Como si se pudiera elegir entre lo que eres como persona
única y lo que piensas que es la justicia social, como si hubiera que elegir
para hacerse perdonar por lo que eres. El mismo dogma de siempre. La culpa y el
perdón como herramientas en el ejercicio del poder sobre los demás. La lucha
entre el ser y el cómo deber ser que nos dicta el totalitarismo.
Sólo por ello, toda una
generación de cubanos afectados por la persecución y el escarnio deberían
recibir una disculpa. Porque no es suficiente el simple borrón y cuenta nueva.
Una sencilla disculpa contribuiría a creer en la autenticidad de las acciones
actuales. Y, desde luego, despojaría a sus promotores de la arrogancia y la
infalibilidad heredada de los antecesores. Algo que hace mucha falta.
Anna Veltfort da un gran paso
con Adiós mí Habana. Gracias Connie
por este tributo a la memoria, por recuperar el pasado y, sobre todo, por
saltar sobre el dolor para reconocerlo. Gracias por la lección ejemplar de tu
valentía.
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