domingo, 27 de junio de 2010

De Portugal a Lanzarote, la banca de Saramago

Yo creí que era inmortal.
Francamente lo creí. En el repaso que hago a tramos de las figuras contemporáneas con edad para irse, nunca incluí a José Saramago. Algo me decía que lo íbamos a tener por toda la eternidad. Ante su muerte, la sorpresa me deja sin palabras y la experiencia me dicta que cuando no se tienen palabras propias conviene cederlas a quien mejor hable. O sea, a él. A lo largo de los años leí, y a menudo releí, casi toda su obra. Y de un conjunto que tiene varias cumbres elijo en ésta, su hora final, Memorial del convento, mi favorita, en la cual el autor toma de los siglos XVII y XVIII la trayectoria del monje jesuita Bartolomeu Lourenco (Brasil 1685-Toledo, España 1724), precursor de la aeronaútica que en vida no logró elevar su invento a más de cuatro metros del piso. A partir de ella Saramago elaboró una prodigiosa metáfora que –como toda metáfora-- penetra más allá del anhelo humano de volar y de la reinvindicación del padre Bartolomeu, perseguido por la Inquisición, pues tiene que ver con la clave esencial de la novela: El secreto del vuelo no está en las alas… está en las voluntades.
Luego entonces, el motor de la máquina, protagonista de Memorial del convento, funciona con las voluntades humanas. Buena parte del recorrido temporal de la novela transcurre en la acción de recoger las dos mil voluntades que según el inventor, hacen falta para que la nave se eleve. Hay que ir a los sitios donde yacen los moribundos para, en ese último suspiro, extraer la voluntad que los abandona, la que luego va a ser depositada en dos recipientes de ámbar a uno y otro lados del aerostato.
Desde la nave en la que ahora se eleva sobre nosotros, que hable Saramago:

(…)Ante él estaba un ave gigantesca, de alas abiertas, cola en abanico, pescuezo ancho, la cabeza aún por trabajar, por eso no se sabía aún si iba a ser de halcón o de gaviota, Es este el secreto, Éste es, hasta hoy, de tres personas, ahora de cuatro, aquí está Baltasar Sietesoles, y Blimunda, no ha de tardar, anda en el huerto. El italiano hizo una leve reverencia dirigida a Baltasar, que respondió con otra más profunda, aunque torpe, que él era mecánico, y además estaba sucio, cubierto de hollín de la fragua, en él sólo brillaba el gancho, de mucho y constante trabajo. Domenico Scarlatti se acercó a la máquina, que se equilibraba sobre unos puntales a los lados, posó las manos sobre una de las alas, como si fuese un teclado, y singularmente, toda el ave vibró, a pesar del peso, osamenta de madera, laminillas de hierro, mimbre entrelazado, si hay fuerza que levante esto, es que para el hombre nada es imposible. Estas alas son fijas, Así es, Ningún ave puede volar sin batir las alas. A eso Baltasar respondería que basta tener forma de ave para volar, pero yo respondo que el secreto del vuelo no es en las alas donde está, Y no puedo saber yo ese secreto, No puedo hacer más que mostrarle lo que aquí se ve…
(…) Son las dos de la tarde y hay tanto que hacer, no se puede perder un minuto, retirar las tejas, cortar los tablones y los barrotes que no han podido arrancar, pero antes hay que colocar en el cruce de los alambres, abrir las lonas superiores para que la luz del sol no caiga demasiado pronto sobre la máquina, transferir a las esferas las dos mil voluntades, mil a este lado, mil a aquel, que no suba de un lado más que del otro, con peligro de que la máquina dé un tumbo en el aire, y si al fin lo da, que sea por razones que no pudimos prever. Tanto trabajo aún, y tan escaso el tiempo. Baltasar está en el tejado, retirando las tejas y lanzándolas abajo, hay un montón de cascotes alrededor del chamizo, y el padre Bartolomeu Lourenco ha logrado vencer la postración en que estaba, y usa de sus flacas fuerzas para arrancar, desde dentro, las tablas más delgadas, que los barrotes requieren un vigor que le falta, esos van a tener que esperar, mientras Blimunda, tranquila como si en toda su vida no hubiera hecho más que volar, comprueba el estado de las lonas, si la brea está extendida por igual, y refuerza algunas vainas.
(…) Ahora, sí, ahora pueden partir. El padre Bartolomeu Lourenco mira el espacio celeste descubierto, sin nubes, el sol parece una custodia de oro, Baltasar sostiene la cuerda con que van a cerrar las velas, después, Blimunda, ojalá adivinaran sus ojos el futuro. Encomendémonos al dios que haya, lo dijo en un murmullo, y otra vez, con un susurro estrangulado, Sube, Baltasar, no lo hizo de inmediato Baltasar, le tembló la mano, que esto será como decir Fiat, se dice y está hecho, qué, se sube y cambiamos de lugar, hacia dónde. Blimunda se acercó, puso sus dos manos sobre la mano de Baltasar y, con un solo movimiento, como si sólo así debiera ser, tiraron ambos de la cuerda. La vela corrió toda hacia un lado, el sol batió de lleno en las bolas de ámbar, y ahora, qué va a ser de nosotros, la máquina se estremeció, osciló como si buscara un equilibrio súbitamente perdido, se oyó un crujido general, eran las laminillas de hierro, los mimbres trenzados, y, de repente, como si la aspirara un torbellino luminoso, giró dos veces sobre sí misma mientras subía, apenas rebasada aún la altura de las paredes, hasta que, firme, de nuevo equilibrada, irguiendo su cabeza de gaviota, se lanzó en flecha, cielo arriba. Sacudidos por los bruscos volteos, Baltasar y Blimunda habían caído en el suelo de tablas, pero el padre Bartolomeu Lourenco se había agarrado a una de las argollas que sustentaban las velas, y así pudo ver alejarse la tierra a una velocidad increíble, apenas se distinguía ya la quinta, perdida pronto entre las colinas, y aquello de más allá que es Lisboa, claro, y el río, oh, el mar, ese mar por el que yo Bartolomeu Lourenco de Gusmao vine por dos veces del Brasil, el mar por donde viajé a Holanda, a qué más continentes de la tierra y el aire me llevarás tú, máquina, el viento ruge en mis oídos, nunca ave alguna subió tan alto, si me viera el rey, si me viera aquel Tomás Pinto Brandao que se rió en verso de mí, si el Santo oficio me viera, sabrían todos que soy el hijo predilecto de Dios, yo, sí, yo, que estoy subiendo al cielo por obra de mi genio, por obra también de los ojos de Blimunda, habrá en el cielo ojos como ellos, por obra de la mano derecha de Baltasar, aquí te llevo, Dios, a uno que tampoco tiene mano izquierda, Blimunda, Baltasar, venid a ver, levantaos de ahí, no tengais miedo.

4 comentarios:

  1. Hace unos días leí Caín y fue una experiencia maravillosa. Lo recomiendo muchísimo. Qué clase de pluma y talento el de este amigo que tuve, porque consideré a Saramago mi amigo. Fue brujo y adivino y tocó los puntos álgidos de la religión que también yo me he estado cuestionando (nos hemos), pues pone en evidencia la falsedad de la iglesia católica que ha usado a Dios para adquirir toda su fuerza y ha sido un nefasto y pésimo ejemplo.

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  2. No cabe duda ..se extrañará su voz !!
    Gracias querida Minerva...
    Compartir con generosidad tus comentarios me enriquece y me permite no perder la esperanza en un mundo mejor !!

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  3. UNO SIENTE COMO QUE HA MUERTO ALGUIEN CERCANO, ALGUIEN A QUIEN VAMOS A ECHAR DE MENOS SUS LECTORES EN CUALQUIER PARTE. NO SOLO POR SUS LIBROS, QUE ES LO MÁS IMPORTANTE, DESDE LUEGO, SINO POR SU PENSAMIENTO CRÍTICO Y SUS POSICIONES SIEMPRE A FAVOR DE LA GENTE, EN CONTRA DEL PODER, DE DONDE QUIERA QUE ESTE SE MANIFIESTE.
    CON TANTOS IMBÉCILES HP VIVOS Y COLEANDO, QUE FALLEZCA SARAMAGO ES UNA PUTADA, COMO DICEN LOS GALLEGOS.

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  4. Es inmortal, Minerva, Saramago es inmortal.

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