sábado, 24 de julio de 2010

Cruzando el alambre

San Francisco y Nueva York son ciudades muy diferentes, pero ambas me provocan la misma evocación. Al menor descuido, la aparición de una recamarera o de un mesero, me devuelven a esa experiencia que tienen muchos latinoamericanos con un pasado migrante. En medio del paseo turístico sobreviene una punzada de dolor; cualquier presencia me regresa a los años cincuenta: el tío Juan y la tía Lina atraviesan el Central Park de NY luego de una jornada laboral semejante a la de estos hombres y mujeres que he encontrado más de 50 años después en Brooklyn, en Queens y en las caminatas de San Francisco, donde las calles son más empinadas.

¿Cómo llegan?, ¿para qué?, ¿quiénes?, ¿adónde?, ¿cuándo?
Llegan en balsas, piden asilo, trasponen la frontera, adquieren visas de turista y luego se quedan como ilegales hasta ver qué pasa. La respuesta más vívida a estas preguntas me la dio el mexicano de 27 años quien, mientras me vendía una cámara fotográfica en la calle 16 de NY, entabló diálogo conmigo. Al entrar, lo escuché hablar un inglés muy fluido pero, al ver mis dificultades con el idioma, el dueño de la tienda lo llamó para usar su español. Ya en confianza, me dijo que había dejado esposa e hijo en Puebla, fue en ese momento que le cuestioné: Pero, ¿vas a mandar por ellos?, ¿porqué tienes residencia, no? Hizo un gesto que incluía una incipiente sonrisa y negó con la cabeza, al tiempo que contestaba: “Nosotros cruzamos el alambre”.
Cruzamos el alambre. La frase lo integra todo y abarca a todos. Cruzar el alambre no es sólo arriesgar la libertad e incluso la vida para hacerlo. Es, en caso de éxito, dejar lo que hay detrás del alambre para aventurarse en un mundo que siempre será otro. Las generaciones se construirán a partir del primero que cruzó el alambre, en la “otredad” que se constituye en híbrido de lenguas y culturas, de gastronomía y costumbres. Saboreas una hamburguesa en la calle y te echas unas enchiladas en la cocina familiar. Hablas inglés en la universidad pero si te casas tus hijos serán bilingües, porque en casa se habla español, carajo; el fin de semana bailas los ritmos de moda en cualquier centro nocturno de la ciudad, pero las fiestas familiares están presididas por Juan Gabriel, Celia Cruz y los músicos gruperos del norte de México.
El alambre se cruza también por la ruta del Caribe e incluso a través de la vía aérea, pero yo diría que se atraviesa principalmente en el pecho y, en el momento de hacerlo, se abre una herida cuya cicatriz segmenta la vida en dos. Atrás: México, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile, Argentina, Cuba, los nuestros. Adelante, tras la rajadura frontal, los Estados Unidos, los otros; que por receptivos y colaboradores que sean --y sí los hay en este país, pese a la ley de Arizona—son diferentes.
Para mal de todos, cuando la diferencia no se entiende se tiñe de discriminación y ésta hace que nos veamos inferiores. Lo dijo Pedro Henriquez Ureña en 1915, cuando pedía comprensión para los pueblos del sur a los gobernantes de los Estados Unidos: “…que no somos inferiores sino distintos (…) y nuestra personalidad internacional tiene derecho a afirmarse como original y distintiva.”
En tal sentido, me gusta observar el comportamiento del estadounidense de a pie, quien no aparece en los noticieros y Noam Chomsky (multicitado por mí) definió como esencialmente pacífico. Confieso que no le creí. Las estadísticas dicen otra cosa, los juegos electrónicos que la empresa estadounidense inventa, fabrica y distribuye por el mundo (aunque no sólo ella) hablan de una vocación agresiva y las encuestas muestran una proclividad a la guerra, sobre todo cuando ésta se justifica con ese especial concepto que tienen de la autodefensa.
No obstante, si caminas por las calles la mirada recoge otra actitud en los ciudadanos. Al abrir un mapa en el ómnibus habrá alguien que se cambie de asiento y te pregunte: ¿Hacia dónde va? ¿Puedo ayudarle? Si en una esquina detienes a un transeúnte para ajustar tu rumbo, es casi seguro que esté dispuesto a desviar su camino por un momento para dejarte en la dirección correcta.
Luego entonces en el seno de la sociedad norteamericana, como en cualquier parte, se debaten las dos fuerzas que casi todas las culturas identifican como del bien y del mal. Tal vez en este país estén mucho más definidas. Lo probable es que la conducta no sea igual en todos los estados, o al menos no esté tan generalizada como en las ciudades que he visitado. Así son las repúblicas federativas. Y ésta lo es un sentido tan agudo como que las trece colonias originales, cuya independencia reconoció Inglaterra en 1783, aumentaron su número hasta volverse 50 estados en 1960, cuando Hawai se sumó a la gran nación. O sea que en 177 años los Estados Unidos se hicieron de 37 estados más y un libre asociado que es Puerto Rico, sin estrella en la bandera. Si vamos a las cuentas simples y proporcionales, para conseguir cada estado emplearon tres años y medio aproximadamente. No está nada mal. Sobre todo si se considera que muchos habitantes de estos territorios tenían aspiraciones de convertir su tierra en república independiente y varios más ya formaban parte de otros países y por lo tanto hubo resistencia, lo que sustenta las razones para que tal ejercicio de expansión estadounidense haya ganado hasta el día de hoy no pocos rencores.
Lo que observo es la puesta en marcha de las dos fuerzas. Expresadas ahora en su punto más alto con la racista ley de Arizona y la cacería de quienes se aventuran a cruzar el alambre en la frontera con México, lo que incluye desde luego los feminicidios de Ciudad Juárez a los que ciudadanos de ese país no son ajenos.
Del otro costado se ha echado a andar también la acción de aquellos que desean abatir la discriminación y el racismo en los medios institucionales, y esto forma parte de la conducta cotidiana en las calles, la ayuda a los que llegan, la amabilidad con el visitante. Como si tales personas estuvieran empeñadas en el intento por ofrecer un mejor rostro de los Estados Unidos, más humano.
Los que llegan vienen buscando aquello de lo cual carecen en su país. Generalmente oímos el concepto más fácil: una mejor vida. Pero, la idea de mejor vida, como la de éxito, no es igual para todos. Muchos quieren una casa propia y un carro del año y para adquirirlos trabajan 16 horas al día. Otros vienen simplemente para reunirse con los que aman u obtener un empleo con el cual puedan ayudar a los que dejaron atrás. Otros más huyen de la persecución de que son víctimas y son éstos quienes se conforman con menos, pues para ellos la libertad de transitar por cualquier calle es su mayor riqueza; no les importa vivir con sencillez, pues en el fondo añoran el regreso a la tierra que las circunstancias les han obligado a dejar.
Mi joven vendedor ya había vivido aquí ocho años y regresó a México, infiero entonces que llega ahora para reunir dinero y volver a Puebla. Sostener a los suyos desde acá es la regla más general, otros retornan con ahorros para poner un negocio, muy pocos se desarraigan de su país aunque se establezcan de este lado. Aún aquellos que se han asimilado, los más exitosos, piden el mariachi para sus fiestas y cuando retumban las trompetas en el lugar, cantan el repertorio a voz en cuello. Porque hay que decir que buena parte de la memoria emocional de nuestros pueblos reside en el recuerdo de las canciones. Ellas funcionan como la llave que abre la cerradura de los sentimientos. Con ellas se baila y se llora, se ama, se celebra y se despide al visitante.

San Francisco es un enclave portuario. Su larga avenida marítima se llama Embarcadero y abriga más de 40 espigones, algunos puramente comerciales como el 1 y el 39, muy popular entre los turistas este último. Es también una ciudad con puentes: el emblemático Golden Gate, cuyos dos kilómetros y medio de extensión cruzan la boca de la bahía, establecen la vía hacia la carretera 101 que atraviesa el país de sur a norte y admiten el tránsito en bicicleta o a pie, rumbo a Sausalito y las poblaciones de ese lado de la urbe. También está el Bay bridge, muy extenso pero no peatonal.
La ciudad posee un encanto particular que en mi apreciación consiste en la huella del pasado que marca su existencia. No se trata del remoto pasado, es el siglo XX desde la circulación de los tranvías, la arquitectura e incluso el atuendo de muchos parroquianos, trashumantes del movimiento hippie que ya andan en la tercera edad. En cualquier esquina o café, una guitarra o un banjo rezuman los ritmos de los sesenta. El barrio gay sorprende a la salida del metro Castro y es también una huella tangible de ese pasado cercano en el que perdió la vida Harvey Milk para que los vecinos de hoy disfrutaran de reconocimiento. Su recuerdo está presente en la zona.
Es distinto. San Francisco es distinto. Y es una muestra de cómo los mismos ingredientes al mezclarse de otra manera arrojan un resultado diferente. Aquí también, como en New York, cohabitan las etnias, hay chinos, italianos, japoneses, suramericanos, cada quien en su circunscripción, pero un golpe al caleidoscopio los coloca en las zonas comunes y, al mezclarse, sus colores funcionan en armonía. Todos se vuelven San Francisco con mayor cohesión que en Nueva York. Tal vez la ciudad es más pequeña y propicia a lo comunal, tal vez el mar los rodea como en abrazo, tal vez el sentido de amor y paz y el rechazo a los nacionalismos, que sembró aquí el movimiento hippie perviva en su descendencia. Lo cierto es que se respira una tolerancia hacia los otros, que no sentí por obligación sino más bien por tradición identitaria. Una suerte de expresión no verbal que indica: No te entiendo del todo pero acepto tu presencia entre nosotros, súmate.

4 comentarios:

  1. Es que allá no están los "malos" y acá los "buenos", ni viceversa. Ni allá son agresivos por antonomasia, ni acá mansos. Todos somos, a ambos lados e incluso dentro de nosotros mismos como entes individuales, ambas cosas, todas las cosas a su tiempo. Lo demás es maniqueísmo burdo. Hay tantos hijos de puta aquí como allá y buena gente en todos lados.

    ResponderEliminar
  2. Me he vuelto asidua lectora de tu blog. Un vicio más para mi colección.
    Doloroso tema el que abordas hoy, con tantas aristas para abordar.
    Saludos y un abrazo desde Monterrey,

    ResponderEliminar
  3. Hay que cruzar el alambre. No me quedo alternativa tambien a mi que hacerlo. Y el desasosiego de dejar la tierra de uno, nunca mengua. Sin embargo, aquí he encontrado que la naturaleza humana no varía sino solo en matices.
    Excelente descripción de la SF
    Saludos

    ResponderEliminar
  4. Me hizo reflexionar mucho tu artículo ya que convergen en San Francisco, Nueva York y toda la unión americana esa inconmensurable mezcla de identidades en un país que a la vez es cruel y amable...como la vida misma...!!

    ResponderEliminar