sábado, 27 de marzo de 2010

Aventura en Masca (un texto de vacaciones)


En el recodo que forma el risco donde yace el pequeño caserío montañoso de la foto, hay un hostal y, en un ángulo esquinado de la entrada principal, a manera de mirador, una banca rústica de dos plazas cuya madera se teje con fibras vegetales para que el recién llegado tenga la visión abismal, única, de Masca.
Mi cámara cayó al mar. Por eso no les muestro la foto de la banca en la que tuve un especial momento de comunión --vale la palabra-- con la naturaleza. Hoy, hago un corte a tanta reflexión dura acerca de la censura y el poder; estamos de vacaciones y mi joven amiga Carmen Yaima, quien vive en Tenerife, una de las Islas Canarias, me recuerda la visita de 2002 a Masca. Han pasado ocho años y no he vuelto, pero al consultar los apuntes de aquel viaje, la memoria retoma las imágenes de uno de los parajes más recónditos de esa isla, donde participé con un grupo de amigos en la más intensa aventura de comunicación con el entorno natural, que haya vivido.


Esto fue lo que escribí entonces:

Yo tenía la intención de ascender al Teide, quería ver el cráter del volcán que es la mayor altura de España, pero los jóvenes, me involucraron en un paseo que al cabo, resultó más imprevisible que la visita al volcán: su propuesta era llegar al caserío de Masca, en la alta montaña de Buenavista del Norte y bajar a pie al día siguiente hacia el mar, a través de los acantilados, no por gusto denominados Los Gigantes. Allí nos recogería un yate que nos llevaría hasta el embarcadero, donde podríamos tomar el autobús de regreso. Desde Santa Cruz de Tenerife, la capital, donde estábamos, el recorrido implicaba una vuelta casi completa a la isla en poco más de 24 horas.
Los muchachos me convencieron, bajo la promesa de asistir a lo nunca antes visto en paisaje, y a partir de entonces fui la quinta del grupo, integrado por tres adultos y dos jóvenes.
La impresión del viaje comenzó para mi en el propio autobús, cuando lo vi transitar por una estrecha carretera de montaña, de doble vía, al borde del profundo precipicio, con un barandal de escasa altura como protección. Me sentí a merced de la pericia del conductor, que en verdad, no era poca. A tramos, reprimí el impulso de bajar y seguir a pie hasta nuestro destino. Sólo pude respirar en paz cuando en la cima de la montaña apareció Masca, depositada como una fruta a punto de madurar, verde y sepia, frente al abismo de los barrancos.
Pasamos la noche en el hostal. En la tarde nos instalamos en el pequeño restaurán-bar, desde el cual se divisa el acantilado, en esa combinación que mezcla la rudeza de la roca, en matices que van desde el negro al azul fuerte, pasando por el café oscuro, coronado por una suave vegetación verde, que la luz solar puede pintar de amarillo, cuya presencia mayor se da en los helechos y las delgadas palmeras, de amplio follaje, típicas en las montañas templadas.
Mucho más habría de ver en el curso del avance por aquel desfiladero. Pero esa tarde, a medida que fue cayendo la luz del día y la roca recuperaba su color nocturno, la oquedad se volvió más cerrada a nuestros ojos. A nivel de la tierra y en el horizonte sólo vimos sombras. En cambio, el cielo se abrió con una luminosidad difícil de observar en la urbe. El conjunto apretado de estrellas cubrió el caserío de Masca y se sucedieron los ruidos que mueven la vegetación y agitan a sus habitantes. Me sentí acompañada como nunca antes por la naturaleza. Presentía que otros seres vivos estaban ahí, aunque no podía verlos. La conversación cesó. Sin ponernos de acuerdo descendimos hacia un estado de ensimismamiento que no era aún el sueño. Fue un momento profundo de reflexión colectiva, cada quien la suya, y de comunión con el medio.
Al día siguiente, con todo el empaque de grupo exploratorio, emprendimos la marcha. Riquelme, el dueño del hostal, nos pronosticó tres horas de camino e informó que el último yate hacia el embarcadero de Los Gigantes salía a las 4:30 de la tarde. El dato resultó intrascendente. Apenas daban las once y treinta de la mañana y tan malos marchistas no éramos. Los jóvenes hicieron plan para darse un chapuzón antes de subir al barco.
Comencé a andar sin preocupación, llevaba buenas botas, ropa cómoda, poco peso en mi mochila, agua y chocolates. Uno de los nuestros cargó una pequeña bota de vino, pero el alcohol no era mi opción en tal circunstancia. De comer, sólo algunas frutas. En tres horas estaríamos al otro lado de Los Gigantes, listos para entrar a un restaurán.
Iniciamos la marcha a través de un sendero marcado por arbustos a uno y otro lados. Descendíamos, podría decir que cómodamente, y parecía que así iba a ser durante todo el trayecto. En verdad así fue por espacio de más de una hora. Luego, el atajo se fue estrechando hasta desembocar en un ancho camino de piedras, que parecía el lecho de un río ya seco, y a partir de entonces la marcha fue más difícil. Andábamos sobre las piedras y las más grandes interrumpían la ruta, que debíamos sortear, a veces por puntos escabrosos, a fin de proseguir. Estábamos animosos, sobre todo por la visión del paisaje que nos rodeaba. La altura de los acantilados nos hacia sentir en una especie de caverna descomunal, lejos de la claridad. Sólo a ratos la montaña nos permitió ver la luz del sol, lo que en muchos sentidos fue benéfico pues el intenso calor nos habría agotado rápidamente.
Las formaciones de la roca en el barranco son fascinantes, tanto como la vegetación que brota de los muros, presidida por enormes plantas colgantes. Esa contemplación y las consiguientes sesiones de fotografía, hizo más lenta nuestra marcha. A las tres de la tarde comenzamos a sentir que el final aún estaba lejos. Cada tramo vencido parecía ser el último y la decepción era mucha cuando tras el próximo recodo continuaba la cañada, con su lecho de piedras, filosas algunas, y aquellas moles, que veíamos más enormes a medida que el tiempo transcurría sin que divisáramos la costa.
El cansancio comenzó a hacer mella en nuestro ánimo. Y con él, el temor de no llegar a tiempo y que nos cubriera la noche en aquel sitio. A las 3: 30 de la tarde ya nadie hablaba. La alegre algarabía conque iniciáramos el camino se había convertido en un silencio hermético, preocupante. Todos nos preguntábamos lo mismo: ¿qué tipo de animal habitará aquí? Y las respuestas íntimas tenían que ver con las fobias de cada quien: arañas, serpientes, jaguares, buitres. Yaíma y Julián, los jóvenes, tomaron la iniciativa de apresurar el paso para avisarnos cuando el mar estuviera cerca y, si era necesario, pedir al patrón del yate que nos esperara. Cuando sus voces dejaron de escucharse nos sentimos más solos. Nosotros no nos detuvimos nunca, pero estábamos asustados. Las cámaras fotográficas hacía rato que no accionaban y no mirábamos sino hacia el camino, para evitar tropezar y caer. En ese momento, la idea de una torcedura o herida profunda era fatal y aseguraría la noche en el barranco.
A las cuatro y veinte de la tarde, estábamos frente a la ladera de otro acantilado. De los muchachos, ni sus luces. Nos sentíamos tan desamparados como tres náufragos. El horizonte era pétreo frente a nosotros y la pendiente semejaba una inmensa pared que ocultaba la vida de piso a techo. Avanzamos hacia ella como lo habíamos hecho con las anteriores y, de repente, al cruzarla, vimos el azul del mar, lanzándose en vertiginosa espuma sobre la costa. Todavía quedaba medio kilómetro de camino por la piedra, convertida ya en cortante arrecife, pero nuestras fuerzas regresaron. Los chicos nos hacían señales desde el pequeño embarcadero donde atracaba el yate.
Un grupo de turistas se dispersaba por la pedregosa explanada, algunos tras ese envidiado baño que ya no disfrutaríamos. Cuando subimos a cubierta, daban las cinco y quince de la tarde y mi cámara había caído al agua durante la acción de embarque. Ya no quisimos hacer cuenta de las horas que estuvimos caminando.
Agotados y hambrientos, con las piernas llenas de rasguños, mientras el yate se alejaba de la costa, contemplamos la belleza de los acantilados, verdaderos gigantes apostados en fila india frente al mar.
Demoré todavía unos días en aceptar que Masca valió la pena. Así son los viajes y las aventuras, siempre valen la pena. Lo que sentí en el barranco de Masca no habría aparecido en mis fotos, ni está en las postales que después compré. Ni siquiera en esta historia que ahora resumo. Masca es el momento de más íntimo contacto con el medio, vegetal y mineral, que he tenido en mi vida. Y para mi, cuya noción de la naturaleza está presidida por el mar, ese contacto valió toda la pena.

6 comentarios:

  1. Verdaderamente fue una experiencia inolvidable, para mi tuvo mucho sentido. Después de ocho años todavía añoro aquel día. Me he reído mucho porque es verdad que cuando Julian y yo decidimos ir adelantando es porque estabamos cagados de miedo por no llegar a tiempo, cuando vimos el mar nos miramos y dijimos a la vez, ufffffffffffff, Jajaja.

    Gracias por compartir tan lindo encuentro entre amigos y familia, se te quiere. Besos

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  2. Minerva, qué increíble aventura, lástima de la cámara pero no me cabe la menor duda que las imágenes de lo que viste permanecerán en tu memoria. Siempre leo tus notas y me solazo en las bancas, felicidades, creo que está resultando bien esta incursión en el ciberespacio. No te había contestado antes pero siempre las leo, ya sabes como es mi vida, siempre corriendo y con presiones.
    Recibe un afectuoso saludo.

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  3. Miner...imagino cada una de las escenas descritas, tu cara de preocupación, las piernas adoloridas, esa angustia de no saber que sucederá y finalmente la tranquilidad al ver el mar...paz interior...el contacto con la naturaleza puede llevarnos a lugares mágicos, viajes internos...solo agrego que me hubiera encantado haberte acompañado en dicha aventura. Te quiero!!

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  4. ...Y yo me siento en comunión leyendo tus blogs, qué delicia como escribes

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  5. Buenos día señora Minerva Salado
    Primero quiere decir que si utiliso este blog para contactarla es porque no veo otra manera para hacerlo. Soy estudiante de Martinica y hago una investigación sobre la lieratura cubana. Trato de encontrar su poema "Palabras en el espejo, 1987" pero no logro encontrarlo aquí. quisiera saber si usted pudiera tener la amabilidad de enviarmelo por email.
    mi correo es: joga972@hotmail.com
    Muchas gracias de antemano
    hasta luego!!

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  6. Lo siento soy yo de nuevo.
    Es el poema "Canto del ácana" sacado su poemario "Palabras en el espejo, 1987" que hubiera querido que usted me enviara.

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