viernes, 28 de mayo de 2010

Evocación por Gabriel Vargas

Recuerdo aquellos viernes de mi infancia, esperados con ansiedad, porque eran los días en que mi padre al regreso del trabajo llegaba con las historietas preferidas de la semana, los “muñequitos” como decimos en Cuba. Yo los coleccionaba por decenas y luego, releidos y manoseados hasta el cansancio, los canjeaba por otros con primos y amigos y a veces los apostaba en las sesiones de parchís, damas, yaquis (matatena en México), e incluso en los juegos de bolas (canicas) en los que participaba con los parientes del sexo masculino.
Las apuestas no eran aprobadas por los adultos porque a menudo terminaban en trifulca, cuando yo, por entonces muy mala perderora, me sentía despojada de mis preciosos ejemplares.
La memoria de esas jornadas me da un masaje cerebral. Puedo decir que los días más felices de mi niñez están asociados a la lectura, la de los muñequitos por delante.
Mis padres fueron grandes lectores, pero como no tenían mucha instrucción escolar, no discriminaban. En los libreros de la casa, aparecían las novelas del siglo XIX que tanto gustaron a mi madre --presididas por María de Jorge Isaacs y una selección de Benito Pérez Galdós --Fortunata y Jacinta, Misericordia, Marianela--, junto a cierta edición del Quijote, en un tomo único de letra pequeñísima, y el Robinson Crusoe traido por mi padre con el que me inicié en el hábito de leer. Mamá también fue aficionada al “suspense” y por ella conocí a Agatha Chistie y me quedé en el género. Papá leía muchas revistas y tenía una buena colección de Selecciones de Reader´s Digest, junto a innumerables publicaciones sobre ajedrez, su afición más importante. Hubo otro personaje tutelar en mi vida de niña: el tío Juan. Hermano mayor de mi padre, quien estudió para pintor de óleos en la Escuela San Alejandro y terminó como miniaturista en el lienzo más íntimo que le brindaron las cabezas de los alfileres. También lector, el tío se encargó de ponerme en contacto con la literatura clásica. De él recibí el primer tratado de mitología griega, que aún conservo, y un par de ediciones de bolsillo de La Ilíada y La odisea.En el librero principal de la sala, compartiendo espacio con todo esto y en su misma jerarquía, los muñequitos.

Cuando cumplí diez años, entró a mi casa el Tesoro de la juventud. Mi padre y yo nos sumergimos en aquellos veinte tomos con singular fruición. Cada quien en sus gustos. Él nunca me sugirió caminos a seguir, tal vez por lo inseguro que se sentía acerca de su preparación escolar, pero me compartía comentarios cuando algo le gustaba mucho. Los libros siempre estuvieron ahí, al alcance de mi mano, cualquiera que fuera el tema. Lo mismo que el mapa mundial que instaló cuán extenso era en una pared desolada del comedor, donde lo dejó para quien quisiera consultarlo. Nunca le oí decir: quiero verte cada día sobre los libros, voy a estudiar geografía contigo, ¿a ver tus libretas?, ¿ya hiciste la tarea? Y tampoco a mi madre. Los objetos de estudio estaban a la vista y la curiosidad infantil hacia su tarea. Eso sí, cuando yo preguntaba él intentaba responder y si no sabía iba a averiguar en los libros, por entonces el Tesoro de la juventud lo explicaba todo.
Las historietas convivían allí. Eran el espacio más placentero de la diversión. Crecí con Tom y Jerry, Mickey Mouse, el Super Ratón, la pequeña Lulú, la familia del Pato Donald; y también con Tarzán y Superman. Después de 1959, aprendimos a analizar toda la parte nociva de los “comics”; nos sumamos a Ariel Dorfman y Armand Mattelart quienes ya andaban divulgando sus estudios sobre el tema, aun antes de publicar en 1971 Para leer al pato Donald, el necesario puntillazo teórico. Las coloridas revistillas desaparecieron de los lugares de venta y nos quedamos un buen rato sin ellas, sustituidas por el ideologizado perro Pucho que perseguía a extravagantes melenudos y afeminados y la verdad, no fue muy gracioso, sobre todo porque nada permitía en esa época evadirnos de la realidad -- que era perfecta-- y ni por quince minutos, el tiempo de consumo de una historieta, podíamos soslayarla.
Por eso cuando llegué a México y me detuve por primera vez ante un estanquillo de periódicos, lo primero que compré fue un cuadernillo de historietas: La familia burrón. Lo que sentí al abrir sus páginas me reveló la dimensión de mi carencia en esa lectura entrañable que había alimentado buena parte de mi vida infantil.
La Revolución puso en nuestras manos a los grandes autores, no hay dudas. Clásicos y modernos llenaron los entrepaños de las casas a precios irrisorios, francamente simbólicos. Leímos a Virginia Woolf y a Stendhal, a Hemingway, a los cuentistas ingleses, norteamericanos, franceses, españoles, indúes; a Dostoiewsky y a Gorki, a los escritores húngaros, búlgaros, checos, alemanes, a los que otros jóvenes latinoamericanos no podían acceder. Leíamos a Tagore, a Vallejo, a Neruda, a Withman, a Cortázar, a García Márquez, a Salinger, a Vargas Llosa, a Gabriela Mistral. Buscábamos a Jorge Luis Borges, aún no publicado en Cuba por obvias razones, pero lo conseguíamos finalmente. Los viajeros nos traían los últimos textos de Carlos Fuentes….
….pero no leíamos historietas.
Y cuando los editores oficiales se dieron cuenta de ello, ya no hubo manera de llenar el vacío redentor. Eran muy malas, tenían que portar un mensaje de lo más edificante y aleccionador, además de hacer reir, y nuestros humoristas no daban en el clavo.
Sólo con la aparición del suplemento mensual del diario Juventud Rebelde, DeDeTe (1969) y, avanzados los setenta, la presentación de los personajes de Juan Padrón, pudimos encontrar algún consuelo en una nueva generación de caricaturistas que se esforzó por llenar el vacío, con un manejo singular de la ironía en esa capacidad que tiene el cubano de a pie para burlarse de sí mismo.
Lo demás ya no tuvo remedio. Se habían adueñado de la muy amplia órbita del humor cotidiano en la isla, los chistes anónimos que circulaban de boca en boca como olas crecientes, verdaderos sunamis de risa en las coyunturas más estresantes de la vida nacional. La historia cubana de los últimos 50 años podría reconstruirse (y estoy segura que alguien lo hará) a través de los chistes que no tuvieron espacio en los medios, pero se extendieron por su cuenta en las redes sociales del habla popular.
A partir de 1988 ya yo estaba en México, el país de Gabriel Vargas. A él le agradezco muchas cosas. En primer lugar haber aliviado esa parte amarga que tiene toda migración, por dulce que sea. Cada vez que me acerqué a las huestes de Doña Borolas, me salió una sonrisa, junto a la certeza de que nos podemos burlar de la vida, por dura que sea.

Y a esta última fecha del 25 de mayo, en que Vargas se fue a sus 95 años, le debo la memoria de lo que acabo de contar, que tenía casi olvidada. Don Gabriel nos ha dejado, pero no en el abandono.

6 comentarios:

  1. Como puede molestarme no tener tiempo para leerte!!! porque en verdad lo disfruto mucho.
    Yo no lei a la familia burrón, lei a mafalda y guille, lei a calvin & hobes, alguna vez a archi...y todo lo que he leido se lo agradezco a "la negra" que de manera tan necia me hacía leer, soy nieta de escritor, hija de grandes lectores, hermana de las niñas cultura...y yo no leía...y hablo en pasado porque por fin lo descubrí, dejé la rebeldía de lado y ahora disfruto mis libros. Cuando llego muy cansada del trabajo y aun así leo...suelo pegarme de "librazos" (como le llamo) pero no puedo dejarlos...gracias Miner...gracias por escribir :)

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  2. Me faltó esclarecer que los "librazos" son el resultado, de quedarme dormida en la cama leyendo y dejar caer inconscientemente el peso de mas de 700 hojas en mi cara...una sensación poco agradable...pero sin duda sirve para continuar leyendo :)

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  3. Un gusto recordar contigo esa historia familiar que nos es común...y que marcó en mucho nuestra existencia !!
    Gracias querida Minerva...!!

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  4. Coño vieja, al decir de Salinger, “aquello me mató”, me disparaste la nostalgia. Yo no permitía que me cortaran el pelo en peluquerías, tenían que llevarme a un barbero del barrio (el Narra) que tenia tongas de muñequitos.
    Un abrazo grande

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  5. Preciosa, conmovedora crónica de ese pariente pobre de la literatura, que nos ha venido acompañanado con tenacidad y sin complejos desde la niñez. Los personajes de tebeo son y serán los ángeles custodios de muchas vidas, se infiltran en nuestros rincones cotidianos y le devuelven con humildad sus letras de nobleza a la risa. Gracias a Gabriel Vargas y a ti.

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  6. El texto es excelente, me hiciste recordar a mi también tantas cosas de mi niñez, como el mapa mundi en la pared del comedor, ya no me acordaba de que existió; también recorde que papi y el tio Juan se me aparecieron los dos el mismo día con el mismo libro: “Había una vez”, un libro que recuerdo con mucho cariño, y que tengo en una edición posterior.

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