viernes, 17 de agosto de 2012

Entre jóvenes


Esta semana anduve entre jóvenes. Primero, Rita Abreu me invitó a su salón de clase, en la ENEP-Aragón de la UNAM, donde imparte un semestre sobre géneros del Periodismo escrito, para comentar con sus  alumnos el último texto que publiqué aquí, "Periodismo fangoso". Me sorprendió el interés de esos jóvenes, la inteligencia de las preguntas y la diversidad de los temas que les importan. Terminamos hablando de muchas cosas y fenómenos de la comunicación, bajo la rectoría de dos ejes: la censura y la expresión en el medio cibernético. Tres horas de retroalimentación y en mi caso, también renovación.
Dos días más tarde, una petición del equipo del Programa del cual formo parte en el Instituto Politécnico Nacional, más concretamente en la Coordinación General de Formación e Innovación Educativa, me obligó a abordar el tema que sigue, dirigido a los jóvenes con interés por escribir. Cómo a partir de ahora, tal vez tenga más lectores veinteañeros, coloco ese ensayo aquí con la esperanza de que, en alguna medida, les sirva. Gracias a los alumnos de Rita, otras más a los muchachos del Poli, que acompañan su vocación por las ingenierías o las ciencias, con la de contar historias en un sentido literario. Me hicieron recordar el siguiente concepto del escritor portugués, asentado en México, Antonio Rodríguez (1908-1993), expresado en su ensayo "Los dos hemisferios de la cultura", publicado en octubre de 1982 en la revista IPN,Ciencia, Cultura y Arte, fundada por él.      
"El buen técnico que ignore la cultura de su tiempo; que no pueda expresarse con precisión en su propio idioma; que no se halle en condiciones de redactar un progra­ma de actividades y menos aún de defen­derlo oralmente; que dé la impresión de ser un ente extraño, de otro planeta, en un con­junto de hombres culturalmente prepara­dos: se marginará forzosamente a sí mis­mo, de los demás".
Va el texto:

¿Yo escritor?
Escribir es, como se sabe, un acto de comunicación que requiere habilidades diferentes a las que exige la expresión oral. Por lo general no hablamos como escribimos, aunque ambas manifestaciones formen parte de nuestra identidad. Nuestra escritura denota lo que conocemos como el estilo personal: los rasgos a partir de los cuales se nos distingue como individuos con características propias; dentro del grupo que se construye con atributos de carácter social, nacional e incluso regional y que tiene como vínculos la lengua común y los comportamientos de origen étnico y cultural.
O sea, que dentro del grupo al que pertenecemos y del cual tomamos el instrumental para expresarnos ―el idioma el principal entre ellos―, tenemos una personalidad como individuos, construida a partir de nuestro entorno más cercano; de las vivencias individuales, familiares, comunitarias; del conocimiento adquirido a través de la lectura, la tradición oral u otras fuentes; de nuestro propio perfil sicológico, de la herencia genética de nuestros padres.
De todo esto se integra la creatividad, entendida como una cualidad inherente al ser humano, que todos poseen. O sea, que todos somos creativos y, por tanto, estamos en posibilidad de desarrollar los atributos que los estudiosos del tema otorgan a la personalidad del creativo: conocimiento, vivencia,  sensibilidad, curiosidad, coraje, lo que se traduce en: cultura, experiencia, emotividad, interés por la investigación, valentía para defender la obra propia.
El factor que no aparece distribuido por igual en nuestra especie es el talento. Se trata de una cualidad un tanto enigmática, que se manifiesta como la habilidad máxima para ejercer ciertas labores, con extrema creatividad. La persona talentosa puede que no destaque por ser el mejor de su salón, el de las más altas calificaciones o un gran comunicador; pero tendrá, sin dudas, una especial facultad para captar los datos sobre el tema de su interés e integrarlos al producto creativo, ya sea una composición musical, un dibujo o un texto escrito. Es lo que poseen los artistas, también los artesanos, los grandes arquitectos, los matemáticos más brillantes, los descubridores, los cientificos de muy alto nivel, muchos cineastas, los mejores fotógrafos, los escritores.
No obstante y pese a las cualidades innatas que se posean, el talento necesita cultivarse. Si alguien cree que sólo con tener talento basta, está equivocado. El talento se apaga si no se hace acompañar del estudio constante y de algo más: el esfuerzo. Si se tiene demasiada confianza en la chispa de la inspiración, ágil e impetuosa, lo más seguro es que el producto de ese talento se convierta en una obra efímera, como la tal chispa. Hay que revisar, tachar, volver a empezar, inclinarse noches enteras sobre la obra, con el fin de pulirla. 
La escritura creativa requiere de todo esto. Un texto literario no se escribe de un tirón, justamente porque a menudo encierra mucha investigación y conocimiento del tema, además de buena dosis de carga emocional. La escritura creativa necesita contención, límites, los que a menudo se marcan en el plan de redacción que el escritor realiza, pero con bastante frecuencia se guían por la propia intuición; en cuyos casos el plan de redacción funciona como un punto de partida y no como un esquema rígido.
Para el escritor lo más importante es expresar lo que piensa y siente y ha ideado sobre un tema, sin que en el momento del acto de escribir tenga frente a sí la imagen de quiénes van a ser sus posibles lectores. En ese instante adecuar su texto al lector, limitará la libertad del trazo, la creatividad, pues no se trata de un documento gerencial, ni siquiera de una carta personal. Lo trascendente para él, entonces, es forjar la historia en la expresión literaria que más domine: el cuento, el relato, la novela, el ensayo.
Hay un factor que también se comporta de manera diferente en el escritor: el tiempo. El tiempo que consume el escritor, antes ― y a veces mucho antes― de colocarse frente al papel conlleva recordar, imaginar, leer, compilar, elaborar mentalmente su historia. A ello se debe que ese plan de redacción en la escritura creativa adopte un uso muy personal a fin de recoger, además del flujo de la narración, los  personajes, la descripción de los escenarios, las épocas, y todo lo que sea útil al seguimiento del tema. Se trata de un extenso y detallado  memorandum, en virtud de que un escritor puede demorar años en terminar una obra y tras una larga interrupción deberá retomarla en el momento literario en el cual la dejó.
No es inútil insistir en que un nutriente esencial del escritor es la lectura. Ella proporciona no sólo conocimiento, también ofrece esa herramienta imprescindible que consiste en conocer cómo los demás abordan los temas universales (el amor, las pasiones, el odio, la muerte, entre otros), de los cuáles derivan esos temas locales e íntimos que cada quien trata a su modo, con su estilo y en su entorno. De las lecturas el escritor novel extrae las primeras influencias, que no son otra cosa que la obra de sus favoritos, la que a menudo seguirá de cerca hasta bordear la imitación. Con ello hay que tener cuidado, pues si bien es un buen ejercicio para los principiantes, la verdadera madurez del escritor no se inicia hasta que se libera de estas influencias y encuentra su propio lenguaje. El proceso se parece mucho al que se tiene con los padres: los amamos porque nos dieron la vida y nos condujeron hacia la adultez; pero en ella, somos diferentes, caminamos con pasos propios, aun y cuando conservemos los genes originales. En tal sentido, debemos evitar que los padres literarios se comporten como tiranos, hay que asimilarlos como ingredientes de nuestra identidad creativa, pero soltarlos cuanto antes a fin de alcanzar la madurez. 
Por otra parte, las fuentes de un escritor, son aquellos espacios o personajes a los cuales acude para buscar sus temas o enriquecer los que ya posee. Un escritor de ficción, combinará sus fuentes entre la realidad, las lecturas, su propia experiencia de vida, su capacidad para inventar. Alguien que se dedica a la literatura fantástica tendrá a su propia imaginación como primera fuente, pero acudirá de seguro a la revisión de los adelantos científicos para alimentar su inspiración. Para un poeta, la experiencia emocional es su fuente más importante, lo que incluye las sensaciones frente a la realidad externa, estética y social. Los géneros más realistas como el testimonial, por ejemplo, deben atenerse a los sucesos tal y como ocurrieron y por tanto las fuentes históricas son esenciales, tanto en el aspecto de la tradición oral, como en el documental.
Lo dicho: todo se mezcla. Algunos críticos han señalado al escritor como un “ladrón de historias”[1], en virtud de su aguda pupila para descubrir y apropiarse de realidades que no aparecen a simple vista, o para recrear con estilo personal la narración de algún testigo de épocas y acontecimientos. Es que todo le sirve al escritor: lo bueno, lo malo, lo simple, lo más complicado, la tragedia vivida, la felicidad imaginada, los anhelos propios y los de los otros, la contaminación del planeta y el cielo estrellado. Porque la mezcla fabulosa del talento y el esfuerzo hace que este robo de historias valga la pena. Son dos cultivos que exigen constancia. No florecen al primer intento, pero cuando lo hacen, la vida del escritor toma sentido. Para siempre.         




[1] No confundir con el plagio de la obra de un colega o el robo de su idea, que indica una carencia de ética y es un delito mayor, penado por la ley. Quien lo comete nunca será un escritor.

2 comentarios:

  1. estuve leyendo tu conmovido homenaje a Lichi y otros textos tuyos... qué bueno que no pierdes la pasión por las letras! Lichi, Lichi... me acompaña todo el tiempo, más que cuando estaba vivo... y ahora se suma Conte... quien me decía poco antes de su fallecimiento "esa muchacha (o sea tú) te quiere mucho",
    recibe abrazo de exiliado cansado, y un beso

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  2. Muchas gracias Minerva . He leído con interés tus textos Felicidades. Saludos, Elena

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