Esta semana anduve entre jóvenes. Primero, Rita Abreu me invitó a su salón de clase, en la ENEP-Aragón de la UNAM, donde imparte un semestre sobre géneros del Periodismo escrito, para comentar con sus alumnos el último texto que publiqué aquí, "Periodismo fangoso". Me sorprendió el interés de esos jóvenes, la inteligencia de las preguntas y la diversidad de los temas que les importan. Terminamos hablando de muchas cosas y fenómenos de la comunicación, bajo la rectoría de dos ejes: la censura y la expresión en el medio cibernético. Tres horas de retroalimentación y en mi caso, también renovación.
Dos días más tarde, una petición del equipo del Programa del cual formo parte en el Instituto Politécnico Nacional, más concretamente en la Coordinación General de Formación e Innovación Educativa, me obligó a abordar el tema que sigue, dirigido a los jóvenes con interés por escribir. Cómo a partir de ahora, tal vez tenga más lectores veinteañeros, coloco ese ensayo aquí con la esperanza de que, en alguna medida, les sirva. Gracias a los alumnos de Rita, otras más a los muchachos del Poli, que acompañan su vocación por las ingenierías o las ciencias, con la de contar historias en un sentido literario. Me hicieron recordar el siguiente concepto del escritor portugués, asentado en México, Antonio Rodríguez (1908-1993), expresado en su ensayo "Los dos hemisferios de la cultura", publicado en octubre de 1982 en la revista IPN,Ciencia, Cultura y Arte, fundada por él.
"El buen técnico que ignore la cultura de su tiempo; que no pueda expresarse con precisión en su propio idioma; que no se halle en condiciones de redactar un programa de actividades y menos aún de defenderlo oralmente; que dé la impresión de ser un ente extraño, de otro planeta, en un conjunto de hombres culturalmente preparados: se marginará forzosamente a sí mismo, de los demás".
Va el texto:
¿Yo escritor?
O sea, que dentro del grupo al que
pertenecemos y del cual tomamos el instrumental para expresarnos ―el idioma el
principal entre ellos―, tenemos una personalidad como individuos, construida a
partir de nuestro entorno más cercano; de las vivencias individuales,
familiares, comunitarias; del conocimiento adquirido a través de la lectura, la
tradición oral u otras fuentes; de nuestro propio perfil sicológico, de la
herencia genética de nuestros padres.
De todo esto se integra la creatividad,
entendida como una cualidad inherente al ser humano, que todos poseen. O sea,
que todos somos creativos y, por tanto, estamos en posibilidad de desarrollar
los atributos que los estudiosos del tema otorgan a la personalidad del
creativo: conocimiento, vivencia,
sensibilidad, curiosidad, coraje, lo que se traduce en: cultura,
experiencia, emotividad, interés por la investigación, valentía para defender
la obra propia.
El factor que no aparece distribuido por
igual en nuestra especie es el talento. Se trata de una cualidad un tanto
enigmática, que se manifiesta como la habilidad máxima para ejercer ciertas
labores, con extrema creatividad. La persona talentosa puede que no destaque
por ser el mejor de su salón, el de las más altas calificaciones o un gran
comunicador; pero tendrá, sin dudas, una especial facultad para captar los
datos sobre el tema de su interés e integrarlos al producto creativo, ya sea
una composición musical, un dibujo o un texto escrito. Es lo que poseen los
artistas, también los artesanos, los grandes arquitectos, los matemáticos más
brillantes, los descubridores, los cientificos de muy alto nivel, muchos
cineastas, los mejores fotógrafos, los escritores.
No obstante y pese a las cualidades innatas
que se posean, el talento necesita cultivarse. Si alguien cree que sólo con
tener talento basta, está equivocado. El talento se apaga si no se hace
acompañar del estudio constante y de algo más: el esfuerzo. Si se tiene
demasiada confianza en la chispa de la inspiración, ágil e impetuosa, lo más
seguro es que el producto de ese talento se convierta en una obra efímera, como
la tal chispa. Hay que revisar, tachar, volver a empezar, inclinarse noches
enteras sobre la obra, con el fin de pulirla.
La escritura creativa
requiere de todo esto. Un texto literario no se escribe de un tirón, justamente
porque a menudo encierra mucha investigación y conocimiento del tema, además de
buena dosis de carga emocional. La escritura creativa necesita contención,
límites, los que a menudo se marcan en el plan de redacción que el escritor
realiza, pero con bastante frecuencia se guían por la propia intuición; en
cuyos casos el plan de redacción funciona como un punto de partida y no como un
esquema rígido.
Para el escritor lo
más importante es expresar lo que piensa y siente y ha ideado sobre un tema,
sin que en el momento del acto de escribir tenga frente a sí la imagen de
quiénes van a ser sus posibles lectores. En ese instante adecuar su texto al
lector, limitará la libertad del trazo, la creatividad, pues no se trata de un
documento gerencial, ni siquiera de una carta personal. Lo trascendente para
él, entonces, es forjar la historia en la expresión literaria que más domine:
el cuento, el relato, la novela, el ensayo.
Hay un factor que
también se comporta de manera diferente en el escritor: el tiempo. El tiempo
que consume el escritor, antes ― y a veces mucho antes― de colocarse frente al
papel conlleva recordar, imaginar, leer, compilar, elaborar mentalmente su
historia. A ello se debe que ese plan de redacción en la escritura creativa
adopte un uso muy personal a fin de recoger, además del flujo de la narración,
los personajes, la descripción de los
escenarios, las épocas, y todo lo que sea útil al seguimiento del tema. Se trata
de un extenso y detallado memorandum, en
virtud de que un escritor puede demorar años en terminar una obra y tras una
larga interrupción deberá retomarla en el momento literario en el cual la dejó.
No es inútil insistir
en que un nutriente esencial del escritor es la lectura. Ella proporciona no
sólo conocimiento, también ofrece esa herramienta imprescindible que consiste
en conocer cómo los demás abordan los temas universales (el amor, las pasiones,
el odio, la muerte, entre otros), de los cuáles derivan esos temas locales e
íntimos que cada quien trata a su modo, con su estilo y en su entorno. De las
lecturas el escritor novel extrae las primeras influencias, que no son otra
cosa que la obra de sus favoritos, la que a menudo seguirá de cerca hasta
bordear la imitación. Con ello hay que tener cuidado, pues si bien es un buen
ejercicio para los principiantes, la verdadera madurez del escritor no se
inicia hasta que se libera de estas influencias y encuentra su propio lenguaje.
El proceso se parece mucho al que se tiene con los padres: los amamos porque
nos dieron la vida y nos condujeron hacia la adultez; pero en ella, somos
diferentes, caminamos con pasos propios, aun y cuando conservemos los genes
originales. En tal sentido, debemos evitar que los padres literarios se
comporten como tiranos, hay que asimilarlos como ingredientes de nuestra
identidad creativa, pero soltarlos cuanto antes a fin de alcanzar la
madurez.
Por otra parte, las
fuentes de un escritor, son aquellos espacios o personajes a los cuales acude
para buscar sus temas o enriquecer los que ya posee. Un escritor de ficción,
combinará sus fuentes entre la realidad, las lecturas, su propia experiencia de
vida, su capacidad para inventar. Alguien que se dedica a la literatura fantástica tendrá a
su propia imaginación como primera fuente, pero acudirá de seguro a la revisión
de los adelantos científicos para alimentar su inspiración. Para un poeta, la
experiencia emocional es su fuente más importante, lo que incluye las
sensaciones frente a la realidad externa, estética y social. Los géneros más
realistas como el testimonial, por ejemplo, deben atenerse a los sucesos tal y
como ocurrieron y por tanto las fuentes históricas son esenciales, tanto en el
aspecto de la tradición oral, como en el documental.
Lo dicho: todo se
mezcla. Algunos críticos han señalado al escritor como un “ladrón de historias”[1],
en virtud de su aguda pupila para descubrir y apropiarse de realidades que no
aparecen a simple vista, o para recrear con estilo personal la narración de
algún testigo de épocas y acontecimientos. Es que todo le sirve al escritor: lo
bueno, lo malo, lo simple, lo más complicado, la tragedia vivida, la felicidad
imaginada, los anhelos propios y los de los otros, la contaminación del planeta
y el cielo estrellado. Porque la mezcla fabulosa del talento y el esfuerzo hace
que este robo de historias valga la pena. Son dos cultivos que exigen
constancia. No florecen al primer intento, pero cuando lo hacen, la vida del
escritor toma sentido. Para siempre.
[1] No
confundir con el plagio de la obra de un colega o el robo de su idea, que
indica una carencia de ética y es un delito mayor, penado por la ley. Quien lo
comete nunca será un escritor.
estuve leyendo tu conmovido homenaje a Lichi y otros textos tuyos... qué bueno que no pierdes la pasión por las letras! Lichi, Lichi... me acompaña todo el tiempo, más que cuando estaba vivo... y ahora se suma Conte... quien me decía poco antes de su fallecimiento "esa muchacha (o sea tú) te quiere mucho",
ResponderEliminarrecibe abrazo de exiliado cansado, y un beso
Muchas gracias Minerva . He leído con interés tus textos Felicidades. Saludos, Elena
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