Campeche es un sitio de excepción. Uno de esos lugares donde
conviven en armonía la tradición y la actualidad, en el cual los forasteros son
bienvenidos, bien tratados, al tiempo que su paso no vulnera el curso de los días
urbanos. A unos pocos kilómetros de la ciudad fortificada frente a los ataques
piratas de los siglos coloniales,
perviven impresionantes sitios arqueológicos y cenotes que fueron sagrados para
la cultura maya.
Porque hay que decir que la presencia de los genes mayas
sigue en las calles de Campeche. En la talla de esta gente pequeña que se
alberga en casas de bajo puntal, adecuadas a la estatura de sus habitantes, se
alberga una suerte de generosidad proverbial, no aprendida de comportamientos
ficticios, que habla del pueblo que fueron, desprovisto de rencores, orgulloso
de su estirpe y apoyado en ella para mirar hacia delante, al tiempo que guarda
sus tradiciones con un celo que se hace evidente en la limpieza de las calles,
el cuidado de los edificios y el ornamento de su cocina, integrada por piezas
gastronómicas que exhiben no sólo el sabor, sino el color y el diseño con que
se sirven. Los campechanos cuidan la presentación y en este concepto, el verde
de la hoja de chaya se ostenta en las aguas y en las cremas, en las ensaladas y
en algún postre que sabe a dulce cuando apenas contiene azúcar. Los huevos motuleños
de apetitosas capas cobran la apariencia de una novedosa lasaña, al tiempo que
exhiben los variados matices del amarillo mostaza; lo mismo podría decirse de
un plato servido con panuchos o un pescado a la zarandeada, comunes en la
zona.
La calle 59 une ambas entradas de la muralla: la puerta de
Mar y la puerta de Tierra. Atravesarla es asistir a una muestra muy cuidada del
Campeche colonial y emprender la ruta que, aunque corta, transporta a esa época
en la que todos los caminos se andaban. En las tardes, las señoras aún sacan
sus sillones a la banqueta, para ver el tránsito de los paseantes bajo el vasallaje
del calor. Eso sí, hay calor, en cualquier época hay calor. Y se busca el
malecón para encontrar la brisa y sorprenderse siempre con el estallido de los
atardeceres, los más brillantes que he visto en las cercanías del Caribe.
Fiel al chocolate
En ese recorrido por la calle 59, justo a la mitad del
camino entre una puerta y otra, el público agolpado en la entrada delata la
presencia de un establecimiento que honra al chocolate. De momento parecería un
lugar como otros: bien puesto, bien atendido; pero no, apenas entrar se percibe
algo más, un elemento adicional puebla las mesas, algo muy espiritual se revela
en el aroma invasor del cacao, que atrae a los parroquianos, casi en tumulto.
Aquí hay un culto al chocolate. Y es lo que hace que el lugar funcione como un
sitio de particular credo, en cuya atmósfera la plática fluye, se solucionan
conflictos, aparecen nuevos amigos, bajo el flujo de una comunicación que se retroalimenta
en los efluvios del chocolate. No hay más. Es un lugar sencillo cuyo buen gusto
ambiental pasaría inadvertido si no fuera por este elemento adicional, que
conduce a la percepción inconsciente. Sólo al regreso a la calle, cae la
certeza de que salimos de un recinto especial, diferente, una suerte de templo
en cuyo interior se recupera esa parte sensorial que tiene que ver con los
sabores y los olores y contribuye a ver la realidad de un modo más placentero.
Son las virtudes que se cultivan en Chocol Ha, de la mano de Atziri González, su propietaria, una mujer creativa, que se entiende con el cacao y cada día vuelve a él para extraer nuevas recetas y cultivar las tradicionales. Hay dedicación en lo que hace, pero sobre todo hay un concepto clarísimo de lo que quiere y hay también la virtud de contagiarlo a los suyos. Tras la nube aromática de Chocol Ha que atrae a los paseantes, se percibe un trabajo de equipo en el cual cada puesto es un ingrediente imprescindible y quien lo ocupa, goza la trascendencia del producto, como esas tablillas de color café oscuro que saboreamos entre todos, cada quien su parte.
Fiel al chocolate
La calle 59 |
Son las virtudes que se cultivan en Chocol Ha, de la mano de Atziri González, su propietaria, una mujer creativa, que se entiende con el cacao y cada día vuelve a él para extraer nuevas recetas y cultivar las tradicionales. Hay dedicación en lo que hace, pero sobre todo hay un concepto clarísimo de lo que quiere y hay también la virtud de contagiarlo a los suyos. Tras la nube aromática de Chocol Ha que atrae a los paseantes, se percibe un trabajo de equipo en el cual cada puesto es un ingrediente imprescindible y quien lo ocupa, goza la trascendencia del producto, como esas tablillas de color café oscuro que saboreamos entre todos, cada quien su parte.
Interesante espacio el tuyo,
ResponderEliminarsi te gusta la poesia te invito a mis blogs.
que tengas una buena semana.
saludos.
Gracias Ricardo. Te seguiré.
EliminarHola Minerva, espero te guste la poesía.
ResponderEliminarte dejo mis saludos desde Valencia.
un abrazo.