De antemano me disculpo con los sicólogos: un burócrata es ante todo inseguro y como consecuencia
desconfiado. Alguien que siempre necesita pruebas, tener documentación de todo,
con el fin de cuidarse la espalda o simplemente por hábito de desconfianza. El
burócrata convierte la oficina en un
centro policial. Con mucha frecuencia tiende a uniformar, lo que disfraza bajo
esa palabra que se ha puesto de moda: articular. A veces ignora a propósito la
diferencia, pues si es inteligente e informado sabe que articular tiene que ver con los procesos, conque las acciones formen parte del ciclo, lo cual no coarta la diferencia en la forma
de expresarlas; pero se apoya en la ignorancia de muchos de sus jóvenes
subalternos y de paso les envía un mensaje erróneo que quién sabe cuándo podrán
corregir en el futuro. Pero no importa porque el burócrata nunca es un formador.
Él sólo quiere uniformar, en ese concepto básico que le acomoda, porque implica
que los fenómenos se comporten de igual manera, tengan la misma apariencia, no
haya singularidades y nadie destaque sobre los demás, por talentoso o creativo
que sea. En esa uniformidad, sólo destaca el jefe, jamás el creativo. Al burócrata
le conviene mucho esto, porque así cumple mucho más fácilmente con otras de sus
pretensiones: controlar. Cada uno de los hilos que se mueven en la oficina
depende de sus dedos, le es consultado, con lo cual la toma de decisiones por parte
de los subdirectores, jefes de
departamento, de secciones y equipos queda limitada prácticamente a la nada. Es
cuando tu jefe inmediato, responde la propuesta que haces en torno a cualquier
tema cotidiano: “Me parece bien, pero voy a consultar con (el burócrata) y te
digo”. Y es cuando sales de la oficina y te dices: “Pero bueno, ¿por qué éste
no renuncia, si no puede decidir nada?” Generalmente estos intermediarios se
quedan ahí y aguantan lo que sea, por el salario y por el lustre que según
ellos les da la posición, que a menudo conciben como un simple escalón hacia
algo mayor en la jerarquía.
El burócrata puede ser una persona ilustrada, inteligente,
con conocimientos superiores, habilidades y todo aquello que acredita a la
eficiencia y el mando. Pero es burócrata. Y eso arruina todo lo demás. Su interés
por uniformar reprime a los creativos; su obsesión por controlar y decidirlo
todo a su modo, crea un ambiente nocivo en la organización; su aire de superioridad
y lo que hace para demostrar que está por encima de los otros, atenta contra la
estima de los subordinados y los convierte en resentidos, pues como es el jefe
no se atreven a decirle lo que piensan. Y todo ello junto se integra a un clima
de trabajo invadido por el miedo, el peor y más corrosivo de los sentimientos con
presencia en una organización.
El miedo no siempre llega. Lo hace cuando todas las características
descritas hasta aquí se unen al despotismo, rasgo que a menudo acompaña al autoritarismo.
El burócrata siempre impone, dificilmente convence, por tanto es siempre
autoritario, pero el despotismo es un paso superior, el que convierte al burócrata
en un tirano que infunde miedo a los demás. El tirano, grita, da golpes en la
mesa, insulta y humilla y su satisfacción no tiene límites cuando lo hace en público,
cuando siente sobre sí las miradas sumisas y aterradas de sus subordinados.
Sólo así se atenúa esa angustia interior que le produce quién sabe desde
cuándo, saber realmente quién él es y no aceptarse. Este rasgo de histeria, que
elige a los demás como víctimas, no es más que una proyección de la no
aceptación de sí mismo en lo que es, de donde también viene el esfuerzo por la
perfección y el orden uniformado, la obsesión porque todos sepan lo calificado
que es, cuánto sabe más de todo que todos, cuán agudos son sus comentarios,
etc. etc.
Este hombre se mira al espejo en la intimidad de su
habitación y no se gusta. Esta solo, (ahora sí) desarticulado de ese enemigo de lo que
quiere ser que lleva dentro, al que rechaza y en consecuencia, reprime. Nada
puede hacer para eliminar esa parte y opta por salir al exterior con la que
considera sana, desarrollarla para que los otros vean cuán buena es, cuán
perfecto es y, de paso, se den cuenta de la suerte que les ha caído con tenerlo
por jefe. Es finalmente un hombre roto, sin la unidad ni la coherencia que
tanto persigue en su gestión. Alguien que vive con el temor de que los otros, incluidos
los íntimos, perciban su parte imperfecta, de ahí la rigidez de sus músculos,
la contención de su gestualidad.
Finalmente es alguien que podría inspirar compasión, si no fuera
por lo mucho que daña a los otros su problemática personal irresuelta. Un ser atormentado,
en lucha equívoca por la aceptación de los demás, ante cuya certeza piensa que
podrá admitirse a sí mismo. Cuando en realidad es al revés. Justamente al
revés.
La descripción me parece perfecta y solamente falta ponerle nombre y apellido y creo que algunos compañeros de la CGFIE podrían hacerlo.
ResponderEliminarQué bueno que vuelves a la banca.
Elia