jueves, 28 de agosto de 2014

Cortazar, el travieso


Las afirmaciones de un escritor ter­minarán por definirlo, sin tomar en cuenta que el micrófono o la sala de conferencias pueden con­vertirse en un instrumento de presión, frente al cual se sentirá cuestionado y sobre todo impelido a probar cualquier cosa que lecto­res o escuchas esperen de él. Los medios públicos serán entonces para muchos crea­dores la otra cara de la hoja en blanco: pri­siones unos, espacios de libertad la otra.
El escritor se obliga a representar un papel en las declaraciones y, en el caso de los más retraídos o cáusticos, la compilación de afirmaciones hechas en tales circunstancias podría llevar a juicios que nada tienen que ver con la realidad esencial de la persona. Ni qué decir de quienes se dejan arrastrar por su vanidad, por el deseo de ser oportunos o aparentar mayor inteligencia e ingenio de los que se tienen.
En este sentido, Julio Cortázar fue una suerte de excepción, al evadir con singular talento la tentación de ser deshonesto. La naturalidad y el desenfado fueron sus armas predilectas frente a los interrogatorios, du­rante los cuales hizo gala de una especial falta de temor para contar la trayectoria personal, sin poses ni afanes de parecer otra cosa que no fuera él. A la postre, esta acti­tud lo hizo trascender como un escritor sin­cero y un hombre honesto. Alguien que vio siempre los acontecimientos que le rodea­ron a través del transparente cristal de su propia verdad, la verdad de sí mismo.
Lo que para otros constituye un conflic­to, la fecha de publicación y la calidad de sus primeras obras, para él era simple anécdota, en la que siempre comenzaba por recordar su tardía llegada a las editoriales y lo que es peor, su demora en reconocer la existencia de la historia. Algo que definió con una fra­se memorable: "Rayuela es un libro exce­sivamente individualista. (…) Es el libro que yo más quiero personalmente."
Por supuesto que sus respuestas prove­nían de una seguridad en sí mismo, funda­mentada en la profunda reflexión sobre cada paso que daba en el abordaje de su obra y en su pensamiento. No sólo no tuvo repa­ros en relatar su proceso de encuentro con la historia y con la identidad de América Latina, sino que disfrutaba al hacerla: La revolución cubana me mostró en plena rea­lidad el vacío histórico en que yo había vivi­do hasta ese momento, totalmente sometido a una visión individualista del mundo y de la literatura. De golpe descubrí el plural y, bueno, por qué no decirlo, descubrí el pue­blo, que para mí había sido una entidad un poco abstracta.
En 1961 se produce en mi vida un hecho muy importante: es que yo hago mi primer viaje a Cuba y tomo contacto aquí con el mundo cubano, con la revolución cubana, y eso --ya lo he dicho muchas veces, pero me gusta repetirlo-- fue coagulante, el cata­lizador que me mostró a mí hasta qué pun­to yo era latinoamericano, hasta qué punto yo era argentino, cosa que había ignorado durante muchos años. Puedo decir que para mí la revolución cubana me metió en la his­toria, me hizo entrar en la historia. Yo no tenía ningún interés por la historia, me inte­resaba lo estético únicamente.
Tengo a la mano dos textos desconoci­dos en México, aunque publicados en Cuba. El primero proviene de la grabación de un diálogo que en 1975, tuvo con los profeso­res de la cátedra de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de La Habana, reco­gida y publicada a la muerte de Cortázar por Mirta Yáñez, entonces miembro de aquel claustro. El segundo es la entrevista que para Radio Habana Cuba le hizo en 1978, el pe­riodista Orlando Castellanos en su progra­ma "Formalmente informal". Ambos textos se complementan y de ellos me pareció in­teresante extraer algunos segmentos que si bien no aportan a estas fechas nada nuevo en el conocimiento del escritor argentino, sí lo recuerdan como presumo que él quería, es decir, como era.
 ... En realidad yo no tengo ninguna va­nidad --dijo en la Facultad de Letras--, pero tampoco ninguna falsa modestia, como ese tipo de escritor que se sonroja y dice: 'No, de ninguna manera', cuando él está pen­sando que es un genio. Una vez me pasó una cosa divertida. Se las cuento como anéc­dota, porque ahí me di un gusto. Un señor, con muy mala intención, me dice: 'Se­ñor Cortázar, ¿a qué atribuye usted el éxi­to de sus cuentos?' Señor --le dije--, yo atribuyo el éxito de mis cuentos a que están muy bien escritos.
Además de probar su desenfado, la cita muestra algo que ya sabemos, la importancia que Cortázar daba al humor, tema sobre el que habló, escribió y desde luego, aplicó a su obra. Cito su parecer en 1975: EI humor es un tema que me interesa mucho. En la li­teratura latinoamericana en su conjunto yo he notado una falta de sentido del humor. Estamos recién empezando a redescubrir el humor en muchos planos. Por ejemplo: la novelística de García Márquez está llena de humor. En la manera con que él enfoca las situaciones, los problemas. El humor existe.
Yo creo que en la literatura inglesa es donde el humor ha alcanzado su mayoría de edad. Los ingleses descubrieron que el hu­mor es una cosa muy seria. Que el humor bien aplicado permite resolver situaciones dramáticas sin caer en Ia cursilería o el patetismo. Yo, personalmente, he apelado y sigo apelando al humor cada vez que es necesario. En Rayuela hay situaciones terriblemen­te trágicas en las que el humor impide caer en un pozo de angustia total y, al mismo tiempo, la angustia está presente. Claro, hay gentes que confunden humor con trivialidad. y el humor bien entendido no es trivial. Y en ese sentido soy optimista, porque tengo la impresión de que los jóvenes escritores de América Latina comienzan a escribir de una manera menos tremendista. Porque además el humor es crítico, es una facultad crítica. Lo importante es que el humor no se convierta en un valor negativo.
A menudo el humor se convierte en tra­vesura. En los escritores se hace travesura de la fantasía y hasta del Ienguaje. Cortázar fue uno de esos traviesos, cuya mayor fortuna consiste en no haber dejado crecer demasiado al niño que todos llevamos dentro. Él le ofreció, a cambio, una fuente de narraciones y ejercicios literarios, de la cual nutrió varias de sus obras. En 1978 hablaba así de Historias de cronopios y de famas:
--Sí. Yo estoy muy enamorado, tengo una culpable debilidad por ese libro porque fue un juego que yo escribí hace 20 años. Pero como todos los juegos, tiene su lado serio. Tú sabes cómo se ponen serios los niños cuando juegan. Es una cosa muy importante. Yo recuerdo que cuando era pequeño y estaba jugando y mi madre venía y me decía: “iBueno, vamos, que tienes que bañarte, comer!, yo la mira­ba y pensaba: los grandes son tontos; por qué tiene uno que bañarse y comer si lo importante es terminar este partido. Había una especie de noción de que el juego es una cosa muy seria.
 
Tres años antes había dicho:

Esos dos li­bros, La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, surgen de que, cuando yo era niño, en la Argentina existían unos alma­naques que salían anualmente. En Argen­tina se llamaban 'Almanaque del Mensajero' y era un libro que contenía de todo. Intere­saba sobre todo a los campesinos, porque dentro de ese libro había calendarios, las fiestas, los eclipses, las mareas, los da­tos científicos de todo el año; luego había pequeños cuentos, poesías, había historie­tas, recetas de cocina, medicina del hogar, astrología, todo lo que podía colmar la ima­ginación a lo largo de un año. Yo de niño leí muchos de esos calendarios, porque mi madre compraba ese 'Almanaque del Men­sajero' y el primero de enero, que era cuando tenía que llegar, estaba ya yo esperando al cartero. A mí me fascinaba. Me fascina­ba encontrar los dibujitos, las adivinanzas, los pequeños problemas matemáticos. En­tonces, durante años, me rondaba la idea de escribir un libro que fuera como alma­naque, pero digamos, en un plano de lite­ratura. Y sucedió que se me habían ido juntando así diferentes textos que no había publicado, en general eran cortos, y un día dije: bueno, pero con todo esto yo pue­do hacer un almanaque, vamos a intentarlo.Y así nació La vuelta al día en ochenta mundos, junté todo lo que tenía en las ga­vetas, eliminé lo que no me gustaba, lo or­dené dándole más o menos coherencia, y lo publiqué. 
Rayuela, sin embargo, es un libro completamente adulto. Reflejo angustioso de una época y un retrato de la neurosis del hombre ilustrado. Horacio Oliveira expone la definición que una vez le escuché a un psiquiatra, casualmente argentino: "El neu­rótico es alguien que sabe que dos y dos son cuatro, pero no está de acuerdo. El psicótico, en cambio, es feliz en el convencimiento de que dos y dos son cinco". Es obvio que Oli­veira pertenece al primer grupo y para co­nocerlo mejor hay que regresar a lo que dijo Cortázar sobre Rayuela, en 1975:
En Rayuela yo trabajé sobre la base de tres niveles de intereses. Lo primero que se nota en Rayuela, cuando uno empieza a leerlo, es que se trata de un libro de cuestionamientos. El personaje central, Horacio Oliveira, es un hombre que no acepta las cosas como le son dadas en la sociedad en que vive. Creo que eso se nota enseguida: es un hombre que está a contrapelo, que vive angustiado porque las cosas que vienen decididas por la tradición de la cultura occidental, él no está dispuesto a aceptar­las, como las acepta en general la gente, sin discutirlas. Oliveira parte del principio, que él ve de manera muy confusa porque no es ningún genio, que la sociedad en el momento en que él está viviendo, digamos por los años 65, es una sociedad que va por mal camino, una sociedad que equivocó su cami­no. Que la civilización occidental va por mal camino. Él se pregunta por qué yeso está de una manera más o menos explícita en mu­chos momentos del libro.
Yo tengo que agregar que en el mo­mento de escribir Rayuela el mundo occi­dental vivía bajo un estado de psicosis, vivía bajo la amenaza de la guerra atómica. Fue­ron los años en que los periódicos hablaban continuamente del peligro atómico inminen­te, es decir, el temor de que en un ataque de locura o de histeria, alguien en Washington apretara el gatillo. Y saltara la primera bomba y el caos comenzaría. En ese momento cuando yo escribía Rayuela, el personaje Oliveira, aunque no hable concretamente de ello, está reflejando ese punto de vista. Todo lo dice explícitamente: ¿Qué es esta civilización que nos está haciendo desem­bocar en la destrucción nuclear? Es eso lo que hace dudar y cuestionar todo. Plantearse el destino del hombre, qué es realmente el hombre. Busca, tanteando, otras respuestas. Ese es el primer nivel de los tres niveles de Rayue/a. Y me voy acercando poco a poco, porque para cuestionar una cultura, nuestro recurso es el pensamiento y, por lo tan­to, su vehículo natural, es el lenguaje. Es decir, cualquier cosa que critiquemos la cri­ticamos pensando y, por lo tanto, utilizando el lenguaje.
Pero el lenguaje es también un instru­mento que hemos heredado, que nos viene de la misma civilización que estamos cues­tionando. Entonces Oliveira, pero sobre todo Morelli --ese personaje que es un poco el pensador en Rayuela--, se plantea el pro­blema del lenguaje y dice: 'Bueno, si se trata de poner las cosas en duda, si se trata de volver a buscar los orígenes, de encontrar otras posibles respuestas, lo primero que yo tengo que hacer es criticar mi instrumento de trabajo, porque si caigo en la trampa de un lenguaje convencional, heredado y adqui­rido, no puedo cuestionar nada, porque tengo al enemigo en mi propia casa'. Y fue en ese momento, a esa altura de ver el pro­blema, que pensé en el tercer nivel. Y ese tercer nivel, el último, es el lector. (...) El lector está en Rayuela en una actitud de importan­cia análoga a la del autor.
Este 1994 se han conmemorado diez años de la muerte de Cortázar. La fecha podría invitamos no sólo a disfrutar de nuevo sus textos, sino a abordar una reflexión que comenzara con la pregunta: ¿qué ha pasa­do con los intelectuales latinoamericanos en estos diez años? Habría respuestas de todo tipo y desde luego, muchas de ellas justificativas. En diez años la crisis se acen­tuó y el mundo político que Cortázar dejó al morir, es diametralmente otro. La amenaza de guerra nuclear fue sustituida por esa persistente inquietud cotidiana, local, que acerca la violencia hasta los umbrales de nuestra intimidad. El fin de la guerra fría, acontecimiento que Cortázar hubiera feste­jado junto con nosotros, no significó más que la proliferación de conflictos bélicos, locales y el comienzo de una era de poder unilateral que nos vuelve a ofrecer esta disyuntiva: el sometimiento o la aniquilación. Aún el mundo observador no sale de su desconcierto y son cada vez menos los que se rebelan. El concepto de soberanía va cam­biando, adaptándose a las nuevas circuns­tancias, y crecen en las sociedades urbanas, en nuestras metrópolis, esos dos grandes grupos de opinión: los que callan y los que otorgan. Los otros son los menos. En tal atmósfera se nota más la ausencia de Cor­tázar. Esa honestidad para dar el paso siguiente, su limpieza para reconocer las limitaciones propias y su valentía para afron­tar riesgos en un camino que él definió así: "Ese salir del Yo para entrar en el Tú y en el Nosotros. Salir de la primera persona del singular para entrar en el gran plural de la Humanidad".

Publicado en etcétera, semanario de política y cultura, 21 de abril de 1994

3 comentarios:


  1. Me ha encantado esta "reflexión" sobre Cortázar...sobre todo lo que dice del humor.

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  2. Mine, tu texto sobre Cortázar me encantó. Es un excelente acercamiento a partir de entrevistas o declaraciones poco conocidas. Qué bueno ese juego entre el singular y el plural, entre el yo, el tú y el nosotros. Gracias por hacerme llegar tu esquinaconbanca. Un abrazo. Froilán

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  3. Estas lecturas son paraísos, respiros, y el regreso a lo que una quiere saber, o creer..

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