miércoles, 24 de julio de 2019

Metáfora





…entre persona y persona hay hilitos de araña
que llegan a convertirse en alambres
y más aún en barras de acero.
Cuando las separa la muerte
nos queda una herida con sangre
en el sitio de cada hilo.
(F.G. Lorca, 1931)


Hablaba con las aves. Quienes la conocimos tenemos no pocas escenas de su comunicación con los pájaros, en especial con los colibríes y esos loros aguerridos que habitan la isla canaria de Tenerife, donde vivió largos años. Una vez nos acercamos al más malhumorado del grupo: “Cuidado, ataca a todo el que se le arrima”, nos avisó el dueño. Ella lo miró de frente y el animal se aquietó, dio un tímido paso lateral de acercamiento sobre la barra donde se posaba y luego otros más; ella comenzó a hablarle en tono bajo mientras se aproximaba; él se relajó y para cuando ella le tendió el brazo, ya él estaba en posición de subirse y ofrecernos la escena que ahora puedo retomar para encontrarme con esa mujer que se nos hizo imprescindible, porque estuvo siempre en el lugar y momento que la necesitamos, con el brazo tendido para que nos subiéramos a su soporte, nos apoyáramos y fortaleciéramos hasta ser capaces de emprender de nuevo el vuelo. 
 
La anécdota con el loro se convierte así en una metáfora de la persona que era. Alguien a quien había que entender pues su ternura no estaba a flor de piel, no era “enmielada” como dirían en México, una “melcocha” como decimos los cubanos. No usaba su generosidad para conquistar a nadie. Pero el ofrecimiento de su amistad venía acompañado del mejor de los entendimientos, el que practicó con las aves y no necesitaba de palabras ni explicaciones, y cuando había que aconsejar decía lo que ella sabía que éramos capaces de comprender en el instante de la obnubilación. Entonces se convertía en la vigilante cercana, para hacernos sentir que estaba ahí, a la mano para entrar a la escena del conflicto si fuera necesario.
Aquel día en que nos encontramos con el loro insurrecto en un paseo por el centro más populoso de Tenerife, los parroquianos que contemplaron la escena creyeron que era un espectáculo acordado entre el dueño del ave y ella. No hubo manera de convencerlos, ni siquiera lo hizo la sorpresa que reflejó el rostro del hombre. Los demás conocíamos de ese don con las aves. Palomas, canarios y gorriones, colibríes, se le acercaban en medio del grupo, como si la conocieran de tiempo atrás.
Hoy, en medio de mi duelo, entro a su poemario “De una calle a otra”, para buscar un poco de consuelo en este epigrama: 


ATARDECER
Deja
que me reconozca en el canto de la alondra
cuando empina su vuelo en una ciega luz
entre los pinos.


No voy a decirte, el consabido “Descansa en paz Vivian Llanes”.


No. Porque lo que deseo es que te unas de inmediato a ese vuelo con las alondras, los colibríes y las palomas, para que cada vez que sintamos cerca el aleteo de un ave, sepamos que eres tu quien viene a saludarnos, a acompañarnos, a decirnos que sigues aquí, como siempre, para nosotros.

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