viernes, 4 de agosto de 2017

Adiós mi Habana

Es posible que el lector menos enterado perciba este libro como una denuncia, sin más. Aunque lo deseable sería que lo tomara como una contribución a la necesaria recuperación de la memoria integral de la Revolución cubana, en la que están enfrascados algunos miembros de la generación que se hizo adulta a partir de 1959.
Porque la memoria homofóbica de la Revolución cubana forma parte, como es sabido, de la historia de la gestación del proceso revolucionario, antes y después de 1959, de su ideología y del pensamiento de su líder. Una memoria amarga en varios sentidos. Una amargura que incluye la decepción, con todas sus implicaciones humanas. Una implicación que no es más que el testimonio de quienes cumplían alrededor de 15 años en esa fecha y se entregaron a los designios del liderazgo revolucionario con la credulidad con que se someten los fieles a ciegas: justificando errores, explicándolos y ocultándolos, hasta que la evidencia del deterioro de aquel credo se hizo inexcusable. Sólo los miembros de esas generaciones, hoy mayores, conocen el proceso doloroso que significó ver como aquel proyecto de justicia social se convertía en una tiranía, una dictadura más entre las que pueblan este mundo, con semejante cuota de intolerancia y supresión de libertades.
Lo que Anna Veltfort cuenta aquí es un tormentoso pasaje autobiográfico, en el cual los protagonistas más nefastos exhiben una villanía absurda en un sistema que proclamaba el humanismo por encima de cualquier diferencia. Desde entonces comenzó a saberse que las filas de los admitidos por la doctrina oficial se hacían cada vez más estrechas y de ellas eran expulsados muchos de los que la apoyaron con convicción. El afán de pureza que caracteriza a los regímenes totalitarios más representativos permeó el discurso instituido y las acciones subsiguientes. Para ser revolucionario había que ser puro, lo cual abarcaba desde el vestuario indicado –no melenas, no “extravagancia”-- hasta la preferencia sexual, pasando por el gusto hacia una música “pulcra” y unas lecturas despojadas de la contaminación que prodigaban los escritores capitalistas. Así las cosas, se desató la persecución en las calles, en las escuelas y dentro de las casas, donde los criterios diferentes podían dividir a las familias.

Anna Veltfort vivió esta atmosfera en La Habana cuando su padrastro, comunista norteamericano, llevó a la familia a vivir a Cuba. Cursó el bachillerato en el preuniversitario del barrio de El Vedado y más tarde ingresó a la Facultad de Letras y Artes de la Universidad de La Habana, con sede en el emblemático edificio de Zapata y G, donde también estudiaban los alumnos de la entonces incipiente carrera de Periodismo. Ahí nos conocimos. Ahí trascendió Connie, el sobrenombre que la identifica hasta hoy.
La historia posterior habrá que leerla en Adiós mi Habana, publicada en Madrid, por la editorial Verbum y posible de adquirir en versión digital a través de Ebook y Amazon. Tras terminar sus estudios Connie se hizo dibujante y años después, ya en New York, ha sido capaz de ilustrar esa experiencia para ofrecerla en el formato de historieta, como una narración novelada que enaltece al género y añade a la trayectoria del relato las imágenes de los personajes, bajo el dictado de la memoria real y la fina plumilla de su arte. Para que no se olvide.
El trayecto de procesamiento y rescate no fue nada fácil, como suele ocurrir con los trozos más trascendentes de la existencia. La autora se entrenó por años con su blog El archivo de Connie, que hoy es fuente esencial de consulta para todo aquel interesado en las décadas iniciales de la Revolución cubana. La labor de depositar en ese sitio documentos, testimonios, literatura, obra plástica, fotografía y música de esa época, procedente de sus propios archivos y los de sus colaboradores, ha producido un acervo que atrae la atención de investigadores y lectores.     
Tras el recorrido por este libro, diseñado con gusto y eficacia, queda claro que el vituperio y la humillación, no pudieron con el amor por Cuba, por La Habana, el país que hasta hoy sigue latiendo en ella. Y hay que reconocer la madurez de Connie para separar ese vínculo íntimo con la isla, de las nefastas acciones que padeció, cuando otros más adultos no lo lograron. El título de esta obra se explica por sí solo: Connie fue arrancada del país que amaba como suyo y aun así supo conservarlo intocado dentro de sí, cultivarlo a través de los afectos que allí dejó, preservar los momentos más felices que vivió en la isla, resguardar el amor condenado para poder seguir amando. 
Porque la proeza de la Revolución convivió con las propuestas de la censura, las prohibiciones, la condena. La primera transcurría en las calles, a la luz del sol, en la voz colectiva de las consignas, la música de las congas que ponía ritmo al tumulto de la protesta contra la agresión externa y el discurso ardoroso del jefe. La segunda, se padecía en las noches, oculta en las casas, bajo la protección de los amigos. Esa también fue una hazaña, acogida por la música ajena, clandestina, que traía los ritmos de moda en lengua inglesa. Era una gesta que se defendió con el mismo tesón con que se respaldaba aquel proyecto de justicia social, considerado entonces el más importante del siglo XX latinoamericano. Hoy lo sabemos, fue la valentía de luchar contra viento y marea por el derecho a la vida personal, que aquel propósito reivindicador de las masas se esforzó por suprimir.
La Revolución cubana nos puso en una disyuntiva que muchos no pudieron superar, quebrantados por las presiones para elegir. Como si se pudiera elegir entre lo que eres como persona única y lo que piensas que es la justicia social, como si hubiera que elegir para hacerse perdonar por lo que eres. El mismo dogma de siempre. La culpa y el perdón como herramientas en el ejercicio del poder sobre los demás. La lucha entre el ser y el cómo deber ser que nos dicta el totalitarismo.
Sólo por ello, toda una generación de cubanos afectados por la persecución y el escarnio deberían recibir una disculpa. Porque no es suficiente el simple borrón y cuenta nueva. Una sencilla disculpa contribuiría a creer en la autenticidad de las acciones actuales. Y, desde luego, despojaría a sus promotores de la arrogancia y la infalibilidad heredada de los antecesores. Algo que hace mucha falta.     

Anna Veltfort da un gran paso con Adiós mí Habana. Gracias Connie por este tributo a la memoria, por recuperar el pasado y, sobre todo, por saltar sobre el dolor para reconocerlo. Gracias por la lección ejemplar de tu valentía.  
   
  

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